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Mostrando las entradas de agosto, 2025

La última frontera

  -¿Dónde están los fósforos para prender las velas que compré? - En el cajón de los cubiertos, donde siempre. Te noto nervioso. El apagón no te ha caído bien, ¿no? Alicia se acerca a Martín intentando calmarlo. -Me tiene preocupado. Ya han pasado más de 3 horas y ni una novedad de solución.  Martín revuelve el cajón ansioso. -¿Y esta llave? Es del depósito de la fábrica. ¿David ha estado aquí? -No lo sé, hace semanas que no lo veo ¿Cómo ha llegado la llave aquí? Pensé que se la habías dejado a tu hermano. El se encargaría de la fábrica. ¿No es así? -Si, era lo que habíamos acordado, pero Enrique le permitió a David trasladar todos sus trastos del emprendimiento tecnológico que está desarrollando con sus amigos, esos chavales nerds que creen que se las saben todas. Les dio unos meses antes de la venta del depósito; mientras tanto lo pueden utilizar.  Unos minutos después de prender la vela Martín continúa: -Sabes Alicia, estuve de acuerdo con que David hiciera sus pruebas...

Arboles azules

  Los árboles azules crecen con simpleza, crecen con premura, crecen con franqueza. Sin resguardo en los bosques, sin sombra en los cerros, manidos con braveza, en silenciosa tristeza. Los árboles azules se afirman sobre piedras, se yerguen sobre riscos, ladean las praderas. Sin temor al desamparo, sin notar su abandono, con valiente y audaz decoro, añorando tierras ajenas. Los árboles azules se fecundan con ternura, florecen solitarios, cual si fueran ermitaños. Se observan desde lejos, se contemplan perplejos, sosteniendo su valioso fruto de llamativa aspereza. Se cosechan sin piedad, se maltratan con crueldad, se los tala bruscamente, se los seca toscamente. Se los pule sin vergüenza, se los exhibe con vehemencia, y renacen con frescura, sin temor ni desconcierto, recobrando su portento.

Rebelde en fuga

  Un lector afortunado abre los ojos más de lo acostumbrado para observar con detenimiento lo que sucede sobre la hoja que está leyendo. Por unos instantes, deja súbitamente de pensar en los detalles de la escena que narra —con exquisita claridad— el autor y se centra en una minúscula mancha que parece tener vida sobre el papel. La persigue tenazmente con su mirada, la acorrala con incesante asombro. Comprende que es una coma que ha abandonado el lugar exacto donde fue colocada por el escritor y vaga sin rumbo, buscando, quizá, un sitio mejor para establecerse: una frase de mayor excelencia, un relato con más vigor o, tal vez, un rincón inhóspito, un estribillo sin sentido o un párrafo sencillo, sin relevancia en la trama. El ávido lector no sabe si este rebelde signo ortográfico desprecia el sitio donde fue colocado o si se considera indigno de él. Por un momento, cree que esta escurridiza mancha intuye su mirada y se mueve más rápido, casi huyendo del amplio campo visual del lect...