Rebelde en fuga
Un lector afortunado abre los ojos más de lo acostumbrado para observar con detenimiento lo que sucede sobre la hoja que está leyendo.
Por unos instantes, deja súbitamente de pensar en los detalles de la escena que narra —con exquisita claridad— el autor y se centra en una minúscula mancha que parece tener vida sobre el papel.
La persigue tenazmente con su mirada, la acorrala con incesante asombro. Comprende que es una coma que ha abandonado el lugar exacto donde fue colocada por el escritor y vaga sin rumbo, buscando, quizá, un sitio mejor para establecerse: una frase de mayor excelencia, un relato con más vigor o, tal vez, un rincón inhóspito, un estribillo sin sentido o un párrafo sencillo, sin relevancia en la trama.
El ávido lector no sabe si este rebelde signo ortográfico desprecia el sitio donde fue colocado o si se considera indigno de él.
Por un momento, cree que esta escurridiza mancha intuye su mirada y se mueve más rápido, casi huyendo del amplio campo visual del lector. Pasan rápidamente una, cinco, ocho páginas, y no se detiene…
El sorprendido lector, percibe que, con el inocuo paso de las páginas, su propio estado de ánimo ha cambiado y advierte que, sin leer, ha sentido; sin pensar, ha entendido; y sin querer, ha vivido.
Con la ceremonia habitual de colocar el marcador antes de despedirse de su lectura diaria, da un último vistazo a la rebelde, que yace en un rincón de una hoja en blanco, agotada; reposa, buscando alivio en ese tipo de página que separa capítulos, bloques o secciones de los libros.
Finalmente, al cerrar el libro, agradece en un tono imperceptible a la inquieta coma la cual, cuando por fin se encuentra sola, busca nuevos aires en su flamante hogar.
Por unos instantes, deja súbitamente de pensar en los detalles de la escena que narra —con exquisita claridad— el autor y se centra en una minúscula mancha que parece tener vida sobre el papel.
La persigue tenazmente con su mirada, la acorrala con incesante asombro. Comprende que es una coma que ha abandonado el lugar exacto donde fue colocada por el escritor y vaga sin rumbo, buscando, quizá, un sitio mejor para establecerse: una frase de mayor excelencia, un relato con más vigor o, tal vez, un rincón inhóspito, un estribillo sin sentido o un párrafo sencillo, sin relevancia en la trama.
El ávido lector no sabe si este rebelde signo ortográfico desprecia el sitio donde fue colocado o si se considera indigno de él.
Por un momento, cree que esta escurridiza mancha intuye su mirada y se mueve más rápido, casi huyendo del amplio campo visual del lector. Pasan rápidamente una, cinco, ocho páginas, y no se detiene…
El sorprendido lector, percibe que, con el inocuo paso de las páginas, su propio estado de ánimo ha cambiado y advierte que, sin leer, ha sentido; sin pensar, ha entendido; y sin querer, ha vivido.
Con la ceremonia habitual de colocar el marcador antes de despedirse de su lectura diaria, da un último vistazo a la rebelde, que yace en un rincón de una hoja en blanco, agotada; reposa, buscando alivio en ese tipo de página que separa capítulos, bloques o secciones de los libros.
Finalmente, al cerrar el libro, agradece en un tono imperceptible a la inquieta coma la cual, cuando por fin se encuentra sola, busca nuevos aires en su flamante hogar.
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