15 de Septiembre

 Bitácora de viaje, 15 de septiembre de 1743


Hace ya más de dos años de la muerte de mi señor, el Almirante Don Blas de Lezo y Olavarrieta. Bajo su mando, esta flota supo soportar los furibundos ataques del invasor británico y mantener custodiadas las rutas comerciales de Su Majestad. La victoria en Cartagena de Indias nos permitió humillar a ese altanero oficial apodado Old Grog, enviando un mensaje claro al Almirantazgo británico sobre nuestro espíritu combativo y nuestra inquebrantable lealtad a la Corona.


No obstante, hoy me hallo sobrecogido por la sucesión de eventos que nos ha conducido a nuestra actual situación. Una situación nada cómoda, pero quizá oportuna. Nos encontramos inmersos en los bancos de niebla de Terranova, con una bruma tan espesa que no permite ver más allá de un tiro de mosquete. Llevamos tres meses persiguiendo al bastardo de Vernon y su reducida flota, que custodia una cuantiosa parte del tesoro que saquearan en la toma de Portobelo. Pero ahora en medio de esta niebla que lleva dos días impidiendo continuar con nuestra persecución, me obliga a recapacitar e intentar concebir un nuevo plan; un plan que no solo contemple la niebla, sino que se sirva de ella.


Como sucesor natural del Almirante Lezo, recae sobre mí la responsabilidad de mantener el carácter y el porte que en reiteradas ocasiones nos llevó a derrotar a esta horda de piratas de miserable calaña y escasas ideas. He de reconocerles un arrojo que, supongo, no desmerece al nuestro; pero su tosquedad al decidir, su nulo criterio para urdir alguna estrategia medianamente potable, nos entrega en bandeja de plata su destino en toda oportunidad en que su locura por guerrear siega su razón.


No me guía un deseo de venganza, si bien confieso que me complacería ver de rodillas al Almirante Vernon, suplicando piedad por su vida y la de sus obstinados lacayos. Pero, por encima de todo, anhelo su rendición y, sobre todo, recuperar los doblones usurpados en Portobelo. El valor de esas monedas, acuñadas en el poblado de Oviedo, puede sostener durante largos años nuestro dominio sobre estos mares embravecidos y todas las tierras a cuyo acceso nos concede la Providencia.


La espesa niebla ha de tenerlos tan preocupados y medrosos como nunca en estos meses. Por ello, el asalto final contra sus embarcaciones debo planearlo hasta el último detalle, pues dudo que una oportunidad como esta, unida al factor sorpresa, vuelva a presentarse. La obcecada niebla jugará a nuestro favor, cueste lo que cueste; solo debo hallar la manera, y creo ya tenerla.


Me he comunicado con los dos navíos más cercanos a nuestra posición. Sus capitanes, Don Baltasar de los Reyes y el metódico oficial del San Miguel Arcángel -antiguo amigo de armas-, Don Rafael de la Peña y Luján, han acogido mi idea de acorralar a la flota enemiga en el estrecho de Cabot, antes de la entrada al golfo de San Lorenzo. La idea es presentarnos ante ellos cual fantasma surgido de la bruma, mientras el resto de nuestras embarcaciones le hacen un ariete rodeandolos en medio de las corrientes traicioneras de la bahía.


Para sorprender a estos tozudos anglosajones, he dado instrucciones a Don Julián de Salazar, capitán de El Águila Real —nuestro navío de menor porte—, para que traslade a toda su tripulación al San Ignacio de Loyola, no sin antes izar las velas y apercibir el aparejo necesario para que se dirija hacia la última posición conocida de nuestros irascibles ingleses. Cuando aquellos vean el barco, sin un alma a bordo y con la vela mayor y la del trinquete calafateadas con la leyenda «Old Bastard Grog»… conociendo la soberbia de este impiadoso malnacido, no tardará en enviar a sus grumetes más robustos a abordar un barco fantasma. Tal situación ha de sembrar el pánico entre sus marineros, gente supersticiosa que conoce bien la vieja leyenda de la fragata galesa apodada el Fantasma Azul, de la que se dice que todo británico que aborde una nave a la deriva llevará consigo la maldición de la sed eterna, que nunca se sacia, y cuya locura es el irrevocable final.


Mientras sus navíos se entretengan con esta distracción, les caeremos al alba con nuestra insignia de la Cruz de Borgoña flameando en lo alto, avanzando todos en formación cerrada hacia sus posiciones. Los atacaremos sin piedad. Lo haremos en nombre de los vastos y poderosos territorios de Su Majestad Felipe V de Borbón, a lo largo y ancho de este Nuevo Mundo.


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